REFLEXIÓN EN LA ARENA.-
Si en el artículo anterior advertíamos sobre cómo el algoritmo había dejado de ser herramienta para convertirse en brujo, hoy analizamos lo que ocurre cuando ese brujo comienza a gobernar conductas, percepciones y decisiones colectivas sin ningún contrapeso real.
Ya sabemos que el problema no es solo que la gente crea ciegamente en lo que ve en una pantalla. El verdadero riesgo es que instituciones llamadas a equilibrar la sociedad (medios de comunicación, Estado y sistema educativo) han llegado tarde o, peor aún, han decidido no llegar.
El algoritmo no manda solo. No tiene voluntad, ni ética, ni proyecto de país. Funciona por diseño es decir premia lo que genera reacción inmediata, no lo que construye comprensión. Sin embargo, ha terminado ocupando un espacio que antes pertenecía al periodismo, a la política responsable y a la educación cívica.
Cuando un video falso tiene más autoridad que una fuente verificada, cuando una consigna viral pesa más que un dato, cuando la indignación es más rentable que la verdad, no estamos ante un fallo técnico. Estamos ante una cesión de soberanía intelectual.
Ortega y Gasset hablaba del hombre-masa como aquel que opina sin comprender y actúa sin medir consecuencias. La diferencia es que hoy ese hombre-masa no está solo ni desorganizado ahora está conectado, amplificado y segmentado por sistemas que conocen mejor sus emociones que él mismo.
El algoritmo no crea la superstición, la ordena, la distribuye y la monetiza. En ese proceso, el pensamiento crítico se vuelve lento, poco rentable y prescindible.
Aquí la actitud debe ser firme. Muchos medios tradicionales han renunciado a su rol pedagógico para competir en el mismo terreno emocional del algoritmo. Titulares diseñados para provocar, no para informar. Opinión disfrazada de noticia. Velocidad por encima de verificación.
Cuando el medio se comporta como influencer y no como institución, el brujo ya no tiene oposición. Se convierte en socio.
El Estado, por su parte, oscila entre dos errores: regular tarde y mal, o no regular por miedo a ser acusado de censura. Pero no se trata de controlar contenidos, sino de promover alfabetización digital, pensamiento crítico y responsabilidad pública.
Un ciudadano incapaz de distinguir información de manipulación es un riesgo para la democracia, incluso cuando vota libremente.
La historia muestra que las sociedades que abandonan la razón terminan pagando el precio en forma de caos, polarización y desconfianza generalizada. No hay algoritmo que sustituya la formación del criterio personal.
Si no se enseña a pensar, alguien enseñará a creer. Y el algoritmo, como buen brujo moderno, no busca verdad, busca devoción.
El desafío no es tecnológico es también cultural solemos creer que es digital… pero es humano.
O recuperamos el valor del pensamiento crítico, el periodismo responsable y la educación cívica, o seguiremos viviendo en una sociedad donde el algoritmo no solo predice comportamientos, sino que los gobierna. Y cuando el brujo gobierna, la razón siempre termina exiliada.
Fernando Placeres, M.Sc
Comunicador, director de medios y consultor en marketing digital
@fernandoplaceres



