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UNA NOCHE EN EL TEATRO DE LAS PALABRAS O LA IMPRONTA DEL OTRO GERALDO.

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Por Fernando Placeres.- Crónica ficcionada basada en hechos reales.

No estoy del todo seguro si esta historia comenzó cuando salí del Village…o es solo el producto de mi imaginación generado mientras miraba desde el pequeño gacebo cómo las cayenas rojas resistían al viento de mayo. A veces, la memoria y la imaginación se entreveran como raíces bajo tierra, y uno no distingue si fue el cuerpo o el deseo el que tomó el volante… o la pluma.

Lo cierto es que mientras escribo estas líneas todavía me parece irreal todo lo que vi en el viaje al hotel Lopesan y confieso que no estoy muy seguro si las maravillas que brotaron en la gala de Premio Cultura VIP han sido solo un sueño tejido entre jóvenes de uniforme y versos inéditos.

La calle estaba despejada. El sol bajaba con parsimonia por entre las ramas que apenas se movían. Algunos obreros, con cascos blancos y camisetas sudadas, trabajaban en el nuevo paso que construye el Grupo Punta Cana en el cruce de los Manantiales, como si el progreso no pidiera permiso ni conociera fines de semana.

Mientras avanzaba rumbo al Lopesan, pensaba en Gerardo WT. Casi dos décadas han pasado desde que lo conocí, y aún lo evoco con su boina de poeta, en aquellas tertulias donde se hablaba de versos, del país, y de cómo sobrevivir en esta “sociedad light”. Desde entonces supe que en él convivían dos latidos: el del poeta incurable, que reclamaba madrugadas de divagación y vino tinto; y el del arquitecto de ideas, del que —si lograba imponerse sobre aquel otro Gerardo— se podía esperar que levantara catedrales culturales en el pleno desierto de lo cotidiano.

Esta gala, Premio Cultura VIP, es suya, de su abnegada esposa y su equipo trabajo. Y no solo en el sentido institucional. Le pertenece como le pertenece a un padre la primera palabra balbuceada por su hijo. Él la soñó cuando aún parecía imposible hablar de literatura en tierra de cocteles y selvas de concreto. Lo hizo sin alarde, sin sombreros grandes ( de esto último no estoy tan seguro), con esa mezcla de terquedad dulce y visión romántica que solo tienen los que escriben con más fe que tiempo.

Al llegar al teatro, me enteré con agrado de que la empresa privada de electricidad de Punta Cana, era uno de los principales patrocinadores del premio. Y no con placas de reconocimiento o menciones simbólicas, sino con varios miles de dólares y computadores para los escolares ganadores. Por ejemplo, el joven escolar que ganara en la categoría de novela recibiría una dotación que superaría lo que muchos escritores adultos sueñan cobrar por su primer libro.

Pero la apuesta de CEPM iba más allá de la palabra escrita. También premiarían a la escuela más limpia y la más verde, reconociendo con entusiasmo aquellas instituciones educativas donde se fomenta el orden, la higiene y el compromiso con el medio ambiente. Me pareció un gesto profundamente acertado: en un mundo saturado de estímulos vacíos, integrar en los jóvenes estudiantes el valor de la limpieza y la responsabilidad ecológica es también formar ciudadanos poéticos, aunque no escriban versos. Educar el sentido de lo limpio es también cultivar la conciencia de lo bello y lo justo.

No podía evitar pensar cómo CEPM de alguna manera seguía sorprendiéndome. Todavía recordaba años atrás, en Madrid, cuando vi los ojos de un gran hombre hablando de “emisión cero” y note que le brillaban con entusiasmo mientras le entrevistaba era: Rolando González Bunster. Argentino de nacimiento, pero caribeño de vocación. Lo entrevisté, y su ilusión por un un mundo menos contaminado y la energía renovable parecía desbordarlo. Me hablaba del hidrógeno verde como quien recita un poema futurista.

Recordaba también otra entrevista que le hiciera a Wellington, otro de sus altos ejecutivos, y de cómo al anunciar que CEPM sería la primera empresa del país en implementar un sistema de electricidad prepago pensé pera mis adentro: “pero que tiguere tan jablador ”. Pero cuál sería mi sorpresa cuando, algún tiempo después, lanzaron al mercado una app con la que cualquier ciudadano podía comprar 200 pesos de electricidad desde su celular y activarlos al instante en su contador, algo que ni las grandes empresas estatales ni las distribuidoras tradicionales habían logrado implementar. Y ahora Cepm estaba aquí, apostando por la literatura, por los jóvenes, por las ideas.

El teatro estaba lleno. Sonidos de zapatos nuevos, voces de padres nerviosos, cámaras encendidas. Todo era elegante, brillante, impecable. Pero había algo más… un aire, un temblor. Algo parecido al suspiro que precede a una buena historia. Me dejé llevar.

En el centro de la sala, los muchachos. Jóvenes de bachillerato con la mirada abierta, con papeles doblados en los bolsillos, vestidos con la camiseta blanca de su escuela y de ilusión. Uno se pasaba los dedos por el cabello como quien se peina para una cita con la posteridad. Otra sostenía su cuaderno como si fuera un escudo. Se premiaría la mejor novela, el mejor libro de poemas, el mejor cuento. Es decir, se premiaría lo que más cuesta: escribir con el alma, desde la orilla de la adolescencia.

Cortázar estaría encantado. Esos chicos eran cronopios sin corbata. Había en ellos la torpeza de lo genial, el balbuceo del talento en bruto. Uno de ellos, me dijeron, había escrito un cuento donde una brisa le hablaba a un farol apagado. Macondo no quedaba tan lejos, después de todo.

Veía padres con los ojos brillantes, directores de centros escolares con rostro de entrenadores antes del partido, y algunos maestros que miraban desde el fondo como quien observa crecer una flor en pleno desierto. En una esquina, un poeta de esos que aún usan cuadernos Moleskine tomaba notas. Me acerqué. “Esto no es solo una gala”, me dijo, “es una resistencia silenciosa contra la banalidad”.

Y pensé: tenía razón. En un mundo que aplaude a influencers por mostrar abdominales, aquí se aplaudía a jóvenes que escribían sobre la muerte, el amor, la esperanza, y el país que sueñan. Esta gala, lejos de ser un adorno, era un acto de fe. Una fe profunda en que la palabra aún tiene poder. Y que, en Punta Cana, también se puede sembrar literatura junto al mar.

Volví a pensar en Gerardo. Esta noche no era sólo suya. Era también el momento en que el talento, finalmente, se impuso a la bohemia. Como si todos esos cafés mal dormidos, todos esos poemas inconclusos escritos en servilletas, hubieran estado esperando este exacto instante para justificarse.

Al salir, ya caía la noche. Me detuve un momento en el pasillo del teatro. El aire olía a brisa marina mezclada con perfume barato y tinta fresca. Escuché a una madre decirle a su hijo: “Hoy hiciste historia, mijo”. Y entonces, lo entendí: no fui a cubrir una gala. Fui a presenciar un nacimiento colectivo.

Volví al Village a ver las cayenas, que ya no necesitaban resistir, pues una brisa serena había sustituido el viento fuerte de Mayo, pero algo había superado otra resistencia y florecía igual: era la certeza de que, incluso en esta tierra de resorts y vuelos charter, la cultura puede encontrar un teatro, una noche, y un puñado de jóvenes dispuestos a escribir el porvenir.

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