Fernando Placeres
WASHINGTON Y PEKÍN — La historia, dicen, no se repite pero rima. A más de cinco años del estallido inicial de la guerra comercial entre Estados Unidos y China, las tensiones han escalado de nuevo. Esta vez, no se trata solo de acero, aluminio y soja: el frente de batalla incluye vehículos eléctricos, semiconductores, tecnologías verdes y una lucha soterrada por la supremacía económica del siglo XXI. La administración Biden ha decidido mantener —y en algunos casos aumentar— los aranceles que impuso Donald Trump, apostando por una mezcla de contención, protección y geopolítica disfrazada de política industrial.
El nuevo proteccionismo
El 2025 marca un retorno agresivo del intervencionismo comercial. Estados Unidos ha anunciado nuevos aranceles sobre productos estratégicos importados desde China, como paneles solares, baterías, microchips y automóviles eléctricos. Según la Casa Blanca, estos productos están “subvencionados de forma injusta” y amenazan a las industrias emergentes norteamericanas. Detrás de la narrativa está el temor de que China no solo fabrique más barato, sino que domine los sectores que Estados Unidos considera clave para su seguridad nacional y liderazgo económico futuro.
Pekín, por su parte, ha respondido con una mezcla de indignación y contención estratégica. El gobierno chino acusa a Washington de violar las normas de la OMC, pero también parece dispuesta a evitar una escalada total. Sin embargo, los fantasmas de 2018 están de vuelta. ¿Qué ha cambiado desde entonces? ¿Y qué implicaciones tiene esta nueva ronda arancelaria?
Efectividad discutible, intenciones claras
Diversos estudios —incluido uno reciente del Peterson Institute for International Economics— han demostrado que los aranceles anteriores no redujeron significativamente el déficit comercial estadounidense ni devolvieron empleos a los sectores afectados. En muchos casos, los consumidores y las pequeñas empresas estadounidenses terminaron absorbiendo los costos. La manufactura se encareció, los insumos tecnológicos se ralentizaron y el crecimiento fue menor al esperado.
Pero esta vez, la lógica es más defensiva que económica. Estados Unidos busca frenar el ascenso de China en sectores donde aún conserva ventajas competitivas. Es una batalla por el control de la cadena de valor de la energía renovable, la inteligencia artificial y los semiconductores, no por balanzas comerciales.
Consecuencias globales: nadie escapa ileso
Los efectos de esta pugna no se limitarán a dos países. Europa, América Latina y el Sudeste Asiático podrían quedar atrapados en medio de esta tormenta de acero y silicio. Las cadenas de suministro se verán alteradas, los precios se moverán al alza, y la inversión extranjera directa podría redirigirse hacia terceros mercados percibidos como “neutrales”.
Empresas multinacionales, atrapadas entre los reguladores chinos y norteamericanos, comienzan a rediseñar sus cadenas logísticas. México, Vietnam e India ya se perfilan como beneficiarios del nearshoring, al recibir inversiones que antes habrían ido a Shanghái o Shenzhen. Pero esto no es una victoria automática: requiere infraestructura, estabilidad política y talento humano.
¿Quién pierde más?
China podría resistir con más músculo del que se cree. A pesar de la desaceleración post-COVID y el desinfle de su burbuja inmobiliaria, su política industrial —guiada por el plan Made in China 2025— sigue vigente y respaldada por una política fiscal activa. Además, su mercado interno está en expansión y su alcance comercial se diversifica hacia África, América Latina y el Sudeste Asiático con acuerdos como la Iniciativa de la Franja y la Ruta.
Estados Unidos, por otro lado, arriesga encarecer su transición energética y comprometer su industria tecnológica al restringir acceso a insumos esenciales. Las tensiones políticas internas (con una elección presidencial polarizante en el horizonte) podrían también desestabilizar una estrategia que requiere visión a largo plazo y cooperación bipartidista.
¿Y el orden global?
La OMC, debilitada y deslegitimada, observa desde la barrera. El multilateralismo retrocede y la economía global se regionaliza. En vez de un mercado planetario integrado, emerge un archipiélago de bloques económicos en competencia. En ese contexto, los aranceles no solo son un instrumento comercial, sino también un símbolo del nuevo orden: uno menos cooperativo, más conflictivo y decididamente multipolar.
Conclusión
En una guerra comercial, nadie gana realmente. Pero algunos pierden más que otros. El conflicto entre Estados Unidos y China es más que una disputa de tarifas: es la manifestación de una lucha de poder sistémica. Lo que está en juego no es quién vende más acero o baterías, sino quién define las reglas del comercio, la innovación y la influencia global para las próximas décadas. La diplomacia, si llega, tendrá que competir con el ruido del proteccionismo y el eco de una desglobalización en marcha.