Recuerdo el impacto que me causó aquella tesis del profesor Juan Bosch a su regreso de Benidor. Hablo de la denominada: “ Dictadura con respaldo popular.

El término “dictadura” generaba en mis entrañas todo tipo de rechazo. Me recodaba las abominaciones del dictador chapita. Sin embargo con el paso del tiempo he llegado a una conclusión dolorosa, tan dolorosa como inevitable: la democracia en mi país, República Dominicana, y en gran parte de América Latina, ha perdido el norte.

En teoría, debía ser el sistema que garantizara la libertad, la igualdad y el progreso de todos. Sin embargo, la realidad es que la indisciplina, el irrespeto a los padres, la burla a las instituciones y la falta de consideración hacia los demás han convertido a nuestras naciones en laboratorios del fracaso.

Las consecuencias están a la vista: economías que no llenan las expectativas de las mayorias, sistemas educativos colapsados, inseguridad ciudadana desbordada y un retroceso en la civilidad que amenaza con hundirnos en la categoría de Estados fallidos.

No exagero cuando digo que se requiere un nuevo orden. Pero no un orden impuesto con látigos ni con dictaduras militares del siglo pasado, sino un modelo que sea al mismo tiempo firme y democrático.

Yo lo llamo, así simplemente, una democracia disciplinaria o un régimen de libertad ordenada. Hablo de uns especie de “dictadura democrática” o “democracia con hierro”, aunque prefiero expresarlo como un sistema de “autoridad cívica” o “democracia de carácter”.

La idea es sencilla: sin disciplina no hay libertad. Un pueblo que no aprende a respetar normas básicas de convivencia termina preso de la anarquía. El ejemplo reciente de El Salvador, donde se exige a los estudiantes presentarse con uniforme limpio, cabello ordenado y respeto al ingresar a la escuela, puede parecer un detalle menor, pero es un símbolo de lo que significa comenzar a poner las cosas en su sitio. La educación no se limita a enseñar matemáticas o literatura; también forma ciudadanos responsables. En ese modelo, las escuelas serían verdaderos templos de orden y civismo. Los maestros tendrían la autoridad —y el respaldo institucional— para corregir la indisciplina, y los estudiantes aprenderían desde pequeños que la libertad exige responsabilidad.

Bajo un sistema así, la escuela no sería un campo de batalla donde los alumnos imponen su antojo, sino un espacio donde se cultivan el carácter, los buenos hábitos y la conciencia cívica. Habría consecuencias claras para la falta de respeto: no castigos humillantes, sino sanciones justas que reafirmen el valor del orden.

Pero esta democracia disciplinaria no se limitaría a la educación. La corrupción administrativa, ese cáncer que carcome a los países subdesarrollados, sería tratada como lo que es: un crimen contra la nación. La justicia actuaría sin privilegios, y las instituciones recuperarían su dignidad. En las calles, la seguridad ciudadana se impondría mediante un pacto social donde la autoridad no sea temida, sino respetada.

La convivencia no dependería de policías con fusiles en las esquinas, sino de ciudadanos conscientes que saben que el orden colectivo protege la libertad individual.

Sé que algunos dirán que esto roza la dictadura. Y quizás tengan razón si lo vemos con los ojos de un liberalismo ingenuo. Pero la verdadera dictadura es la de la anarquía, esa en la que vivimos hoy, donde la ausencia de normas nos condena a la pobreza, al atraso y al caos. Lo que propongo es un modelo de transición cultural: al menos dos generaciones en las que se fortalezca un orden democrático con disciplina férrea, hasta que el civismo y el respeto sean parte natural de nuestra cultura.

Imagino un futuro donde los países de América Latina ya no sean ejemplos de desorden, sino laboratorios de civilidad. Donde la democracia no sea sinónimo de libertinaje, sino de libertad con carácter. Un sistema que eduque, discipline y forme ciudadanos responsables, para que al fin podamos hablar de progreso, paz y bienestar compartido.

No necesitamos más discursos. Necesitamos carácter, disciplina y una democracia con dientes. Una democracia disciplinaria que dure lo suficiente para redimir a nuestras naciones de la indisciplina que las hunde.

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