Por Fernando Placeres

En los anales de las relaciones internacionales y espirituales de la República Dominicana, pocas figuras han ejercido una influencia tan significativa como la del Sumo Pontífice de la Iglesia Católica. A lo largo de los años, los distintos Papas han manifestado no solo cercanía pastoral, sino un interés genuino en el bienestar, la dignidad humana y el desarrollo de nuestro pueblo. Decir que “el Papa ha sido un gran amigo de la República Dominicana” no es una frase ceremonial: es una afirmación con sustento histórico, espiritual y diplomático.

Desde el pontificado de Juan Pablo II, cuya histórica visita al país en 1979 marcó un antes y un después en la vida religiosa dominicana, hasta las palabras de aliento y preocupación social emitidas por el Papa Francisco, el vínculo entre el Vaticano y República Dominicana se ha consolidado como una alianza de fe, de principios y de defensa de los más vulnerables.

En esa primera visita papal a América Latina, Juan Pablo II eligió a Santo Domingo como primer destino. Aquel gesto no fue casual: fue un reconocimiento a la importancia simbólica y religiosa que tiene la isla en la historia de la evangelización del continente. En su estadía, el Papa polaco abrazó a nuestro pueblo, recorrió nuestras calles, oró con los campesinos y bendijo la esperanza de los marginados. Aún hoy, muchos recuerdan con emoción su célebre frase: “República Dominicana, guarda la fe y la esperanza”.

Más adelante, el Papa Benedicto XVI fortaleció el diálogo con la Conferencia del Episcopado Dominicano, resaltando el papel crucial de la Iglesia local en la educación, la salud y el acompañamiento espiritual de las comunidades más desfavorecidas.

Pero ha sido el Papa Francisco, con su estilo cercano, humilde y profundamente social, quien ha levantado con firmeza la voz sobre asuntos que atañen directamente al Caribe y, en particular, a nuestra nación. Desde el drama de la migración haitiana hasta el flagelo de la corrupción, el Santo Padre ha enviado mensajes claros que han resonado en la conciencia colectiva dominicana. No ha dudado en felicitar a nuestro país por su hospitalidad, al mismo tiempo que ha invitado al fortalecimiento de políticas públicas inclusivas, sostenibles y respetuosas de los derechos humanos.

Además, su constante respaldo a iniciativas medioambientales, como la encíclica Laudato Si’, tiene eco en nuestra lucha por proteger nuestros recursos naturales y enfrentar los efectos del cambio climático que impactan con fuerza en las regiones insulares.

En lo simbólico, lo espiritual y lo humano, el Papa ha sido un aliado, un guía y un amigo. Su compromiso con la dignidad del ser humano, su defensa de la familia, del perdón, del diálogo y de la paz, han encontrado terreno fértil en el alma del pueblo dominicano, mayoritariamente católico, pero sobre todo profundamente creyente.

Hoy, cuando la humanidad enfrenta desafíos cada vez más complejos, es oportuno recordar este lazo de afecto y mutua consideración. Y más que recordarlo, honrarlo con acciones que reflejen los valores que el Papa ha promovido: justicia, solidaridad, compasión y verdad.

La República Dominicana ha encontrado en el Papa no solo un líder religioso, sino un amigo de buena voluntad. Y como buen amigo, ha caminado con nosotros en los momentos de gozo, de lucha y de esperanza.

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